jueves, 4 de junio de 2009
Arquitectura neoclásica en españa
Época: Arte Español del Siglo XVIII
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1800
Antecedente:
Juan de Villanueva y la arquitectura neoclásica
Dentro de esa especie de constante histórica que hace alternar los estilos entre el casticismo y el internacionalismo, el gusto neoclásico -cuestionando críticamente la aportación de antiguos y modernos, la mímesis y la invención, la novedad y la originalidad, la verdad estable (el Dios creador, pero ausente; eterno, pero no constante) y la causalidad del desarrollo histórico- significa una internacionalización estilística de los más sólidos principios arquitectónicos del pasado, aticismo ideal en el que cree escépticamente para, desde esa fe crítica y autocrítica del que sigue investigando, hacerlo realidad, presente y contemporáneo.
En la deseada restauración de la Antigüedad greco-romana influyen, desde dos focos principales -Roma y Venecia- eruditos y diletantes depositarios del debate crítico-filosófico, a los que se debe buena parte de los avances de la arquitectura de las Luces. Una generación de teóricos racionalistas, nacidos en torno a 1720 -los Algarotti, Laugier, Cochin, Winckelmann, Piranesi o Milizia-, publica sus ensayos, observaciones, cartas, historias y opiniones sobre arquitectura en torno al año 1760. En ellos hay que buscar la más virulenta refutación del Barroco en aras de los ideales de sencillez, conveniencia, adecuación y carácter con los que reconocer la verdadera arquitectura, aquella que sabe dar de todo una razón fundada y que reduce a un mismo y único problema el interior y el exterior con el que la arquitectura se demuestra, es decir, se presenta y se explica a sí misma.
Una periodización del neoclasicismo internacional, no exenta de oscilaciones ideológicas, permitiría establecer una primera fase de estabilización de los ideales de la Razón entre 1740-80; un segundo período revolucionario de desarrollo y consolidación se establece entre 1780-1805, cuando los ideales se ven materializados y los ejemplos de la nueva arquitectura son ya tangibles, no sólo en los edificios, sino también en los aspectos urbanísticos; la instrumentalización política del estilo Imperio, entre 1805-14, supondría otro momento diferenciado y reconocible en la arquitectura neoclásica que, entre 1814-48, se ve contaminada de un ecléctico y fluctuante modo proyectual entre el academicismo y el nuevo ideal historicista.
Para España cabría una periodización que corrige bien poco la anterior, quedando nuestro Neoclasicismo marcado por cinco sucesivas generaciones de arquitectos y ceñido a un siglo exacto -1744-1844- desde la creación de la Junta Preparatoria de la Academia de San Fernando hasta la creación de la Escuela Superior de Arquitectura en Madrid, momento en el cual la formación de los arquitectos se ve desplazada de una institución a otra, quedando la primera como organismo consultivo y sancionador de titulaciones y competencias.
Entre 1744-80 podemos situar el período protoneoclásico de teorización e instrumentación de medios con los que intentar arraigar en España el cambio deseado en las artes. Entre 1781-95 podemos reconocer la puesta en práctica de los ideales ilustrados con resultados concretos parangonables a los obtenidos por la mejor arquitectura europea de la Razón, y en ello la actividad del arquitecto madrileño Juan de Villanueva tiene una responsabilidad casi exclusiva. El período 1796-1810, de escasas iniciativas constructoras, estaría dominado por los arquitectos de la tercera generación neoclásica discípulos de Rodríguez y Sabatini, como Silvestre Pérez (1767-1825) e Ignacio Haan (1758-1810); Isidro González Velázquez (1765-1840), discípulo predilecto de Villanueva, tuvo entonces un escaso protagonismo ya que sus mejores obras para Madrid, el proyecto de la plaza de Oriente (1816) y el Colegio de Cirugía de San Carlos (1831), son más tardías y no pasaron del papel.
Pasado el entreacto de la ocupación francesa, entre 1814-1844, otras dos generaciones de arquitectos, nacidos en torno a 1780 y 1800, mantienen en la corte un academicismo todavía neoclásico, que podemos considerar agotado con el edificio del Congreso de los Diputados en Madrid, comenzado en 1843 y proyectado el año anterior por Narciso Pascual y Colomer (1808-70).
Tras lo anterior es necesaria una breve digresión: La peculiaridad de la aportación española al panorama arquitectónico europeo desde el siglo XVII consiste prácticamente en su falta de influencia, en su rareza. Desde 1600, pasado ya el rigorismo y la "tiranía estilística" (Kubler) o el yugo asfixiante (Chueca) de lo herreriano, la obra de nuestros autores desaparece de las historias de la arquitectura occidental más o menos generalistas, salvo escasas excepciones o la aditiva revisión del que traduce un libro extranjero.
Tan largo período de ausencia, de ignorancia o de olvido de la aportación española, ha acostumbrado al estudioso del panorama occidental a prescindir de todo lo que no sea italofranco-anglogermano, hasta el punto de que el relato histórico de lo ocurrido en ese ámbito de mutua influencia supranacional sólo se entiende poniendo en relación a sus componentes, mientras el correlato de lo español sólo se desarrolla desde una visión interna e incluso autocomplacida de su endogamia disciplinar. Este hecho ha permitido a la historiografía prescindir de nuestra arquitectura también para momentos posteriores, aun cuando participe de aquel ámbito de influencia foránea, quizá porque ésta se produce sólo en un sentido, el de la naturalización de la influencia importada, y raramente en el contrario, el del reconocimiento de la ejemplaridad de la aportación española al panorama europeo.
Al hilo de lo anterior, un problema de una complejidad imposible de analizar en estas páginas de síntesis apretada, es necesario recordar que la llegada a España de la nueva dinastía borbónica supone para nuestro panorama artístico una incorporación de la influencia italofrancesa al gusto y a la sensibilidad nacionales, no tanto durante el reinado de Felipe V, al final del cual comienza, como en el de Fernando VI y muy especialmente con Carlos III.
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